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jueves, 14 de junio de 2012

Libro: "La luna en la maraña" (Selección de cuentos)


El rincón de la larga vida, del tiempo y de los zorzales


         Hay un pueblo, San José del Rincón, bien llamado así porque se trata de un rincón al que llegan sólo cierta gente y ciertas cosas. Allí la vida es más larga. Quizá porque nadie se apura, ni siquiera la muerte.
         En ese rincón vivía Nicanora, una mujer que tejía maravillosamente. Sí, de maravillas: sus prendas eran famosas por hacer felices a quienes las llevaban. Todo el mundo tenía algo de Nicanora, aunque más no fuera un “dedal de la suerte” tejido por ella. Y hasta las mortajas eran más alegres y los aparecidos andaban más contentos, cuando había intervenido la mano de Nicarona -porque las almas de ese lugar no querían irse  a   otros cielos‑. Así que Nicarona se la pasaba todo el santo día sentada, teje que teje.
         Sus labores eran muy lindas y originales, ella no se inspiraba en las revistas, ni en lo que hacían otras tejedoras que terminaban tejiendo todas iguales. Nicarona trataba de captar el dibujo que hacía el canto de los zorzales en el viento; el de las luciérnagas, en el bastidor de la noche; el de las caquitas rococó de los pájaros, o el de sus huellas por las calles de la arena. Porque Rincón está a la orilla del Arroyo Ubajay, y el asfalto es una de las cosas que los rinconeros se han puesto de acuerdo en que no llegue.
       

   A Nicarona le encantaba sentarse a tejer a la puerta de su casa, y aspirar el  aroma de la  tierra  recién regada; o gozar del frescor de la noche, cuando la arena se enfriaba, y contemplar la claridad de la luna filtrándose por el parral.
          De Nicarona nadie sabía la edad. Mejor dicho, no tenía edad; se la recordaba siempre viejita. Hasta su nombre era  de vieja. Sí, de vieja, puesto que Nicarona en realidad era el nombre de su abuela, quien -como iba perdiendo la vista- le dio su mismo oficio, su nombre y su ropa. Porque -decía- ante los ojos de los clientes no tenía que haber cambios. Y, efectivamente, cuando ella murió nadie se dio cuenta del cambio de manos, aunque Nicarona segunda -eso sí- introdujo nuevos motivos y combinaciones de puntos y colores.


          Una vez llegó a la casa de Nicarona la Sargento, una mujer a quien le decían así porque el marido se había jubilado de sargento, el hijo era sargento, y el novio que había elegido para su hija estudiaba también para sargento, pero realmente era ella la única que los sargenteaba a todos. La Sargento había ido a encargarle unas puntillas para el vestido más lindo que Nicarona había tocado.
         La sargento era tan exigente, que Nicarona vivía obsesionada por el trabajo. Y el vestido estaba quedando  tan hermoso, que resplandecía en la oscuridad.


        Una noche, a Nicanora  le pareció descubrir una imperfección   en el  vestido, y no supo  donde   colgarlo para detectar mejor la falla, hasta que se le ocurrió ponérselo.
        Se acercó al espejo y quedó deslumbrada. Su imagen aprovechó la confusión para decirle:
         ‑¿Te das cuenta de la cantidad de gente que has vestido y nunca hiciste un pañuelo, siquiera, para mí?
         Natividad, porque Nicarona en realidad se llamaba Natividad, estaba  tratando de buscar  alguna  respuesta, cuando sonaron unos golpes en la puerta. Ella se agarró la  cabeza sin saber qué hacer con la puerta, con el vestido, con el espejo.
         La puerta se abrió y apareció un muchacho. Era Melato, el novio de la hija de la Sargento.
       -Buenas noches. Yo venía de parte de la Sargento a pedirle una muestra de la puntilla. ¿Ya está durmiendo su abuela?
         Natividad se desesperó pero, ¡vamos atendelo!, le hizo una seña la mujer del espejo.
         El muchacho, viéndola turbada, se disculpó: si no fuera por la insistencia de la Sargento..., ya le parecía a él que éstas no eran horas de llegar.
         Ella iba a aclarar la situación cuando, espantada, se dio cuenta de las señas con que la amenazaba la Natividad del espejo. Y decidiéndose, le contestó:
         -Sí, pe... pero yo le daré la muestra  -y cortó un pedacito de puntilla, como le permitió su temblor.
         -Gracias señorita, señorita..., ¿cómo es su nombre?
         -Nati -balbuceó Nicanora. Porque Nicanora realmente se llamaba Natividad.
         ¡Nati! Le queda muy bien ese nombre, ese vestido, Nati. Qué linda, qué hermosa, le decían los ojos del muchacho.
   

La noche siguiente, Natividad no resistió la tentación de ponerse el vestido. Y las otras noches. Y si ella se demoraba, la mujer del espejo la exigía. Prendían la radio, bailaban. Era la hora en que la música y las fragancias mejor se sentían. Natividad olvidaba su taller, enderezaba su espalda, y trataba de acomodarse a los pasos de la Nati del espejo. A  medida que iba avanzando en su trabajo, Nicanora comprendía cuánto iba a echar de menos el vestido. Y qué iría a decirle a la otra. ¡Se pondría furiosa!
 Una de esas noches, se repitieron los golpes en la puerta.
       -Bueeenas, quisiera comprar un regalo -dijo el muchacho de la vez anterior. Nati, ahora menos turbada, le ayudó con la elección. Melato se las arregló para volver, por un pañuelo, por una bufanda, por algo o por nada. Sus ojos no podían apartarse de ella. Hasta que:
          -¿Sabe usted que es tan linda como su nombre? -se animó. Y Natividad se puso colorada.
   

          Fue pasando el tiempo, hasta que el vestido se terminó. Pero Nicanora se cuidó muy bien de decírselo a la Nati del espejo. Y la noche antes de entregarlo, aprovechando la oscuridad, tapó el cristal con una manta y dejó dormida para siempre a la chica del espejo.
Cuando la Sargento retiró el vestido, vio las lágrimas en los ojos de Nicanora y, confundiendo su emoción, le palmeó la espalda: 
         -Bueno Nicanora, no es para tanto -y le dio una propina.
            Pero Nicanora ya no tenía la alegría de antes. Tampoco se animaba a encender la radio, por miedo a despertar a Natividad.
    Los días pasaron, uno igual al otro, ¡tan igual al otro! Pero, para Nicanora ya nada era igual. Y no podía sentarse a tejer y a soñar como antes.
         Ya no miraba los círculos que dibujaban las piedritas al caer en el agua, la forma en que las hormigas serruchaban las hojas ni la figura que hacían los pétalos al caer. Y, a pesar de que esas formas nunca se repetían, los trabajos de Nicanora empezaron a parecerse unos a otros, y a demorarse.
          No es que la abandonara la voluntad, no; ella seguía disponiéndose para el trabajo como de costumbre, Pero sus sueños eran intranquilos; sus aparecidos, hostiles, y en la mitad de la tarde o la mañana, las manos se le adormecían como los pensamientos. Sus ojos se detenían en un punto lejano hasta que se daba cuenta de que había seguido enlazando el mismo punto. ¡Tantas veces!, que se le estropeaba el tejido, las horas, la vida.


   Un día volvió Melato. A Nicanora le subió y bajó la sangre como un fuego por todo el cuerpo. Y tembló mucho más que la primera vez: ahora tenía más razones para temblar y mucho más para perder. El  corazón  se  le hizo  chiquito chiquito, y  apretado apretado, de  tanto
bombear sangre para todos lados. Qué hago ­-pensó-, qué le digo, qué hará él, todo de golpe, atolondrándose.
   Pero, como para los ojos del amor no hay vestido, nombre ni edad, Melato la vio como la había visto siempre, como ella era. Y esta vez le pidió permiso para ir a visitarla todos los días. Nati pasó de una emoción a otra y, ya sin desmayos, aceptó.
         Al tiempo se pusieron de novios, ahora que Melato había dejado de noviar con la hija de la Sargento y, cansado de estudiar para llegar a sargento, trabajaba como herrero.
            Cuando Melato le declaró su amor, la Nati del taller le sonrió a la del espejo, que había arrancado la manta y  -guiñándole un ojo- se abrazaba también a él.  


           Todo iba viento en popa. Pero, cuando faltaban unos días para la ceremonia religiosa, Nicanora muy turbada le dijo:
        -Tengo algo que confesarte, Melato. Algo que puede ser un impedimento para el matrimonio.
            -Desgraciadamente, yo también -repuso Melato.
         -El problema es que a mí no me gusta la cocina -dijo Nati.
            -Y a mí no me gusta hacer las compras -le contó él.
            Y suspiraron aliviados.

   
     Ahora, en  su vida en común, él cocina mientras ella    sale  con  la canasta de hacer los mandados. Los caballos que hierra Melato son los más potentes y más briosos. Y los rinconeros que recién nacen, los que viven o mueren, disfrutan mucho más de las cosas cuando llevan algo que haya pasado primero por las manos de Natividad. Y se cuenta que los aparecidos, en las noches de San Juan, pasan cantando por las brasas encendidas, montados en las ánimas de los finados caballos y, por fin, se van al cielo.




















Las creaturas

                                                              Cada uno elige alguna
                                                     alternativa para dar un final



    Comenzó a jugar con barro. Entretenido, pasaba el tiempo modelando una figura. Cuando la estaba terminando, le insufló vida con su aliento.*

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* Para dar un final cada uno elige alguna alternativa, por ejemplo, entre las seis siguientes:

1) La creatura comenzó a exigirle cada vez más. Y cuando él ya no tuvo nada para darle lo hizo su esclavo.

    2) Una vida a su imagen y semejanza -aunque él era inmortal y la creatura moriría-, y la echó a andar en medio de todo lo creado.

    3) Dotada de voluntad, ella se cansó de repetir las consignas ajenas. Y, a pesar de que allí lo tenía todo, dejó el Paraíso y se fue a vivir sus tristezas y alegrías.

    4) El creador consideró terminada su tarea y se sentó feliz a contemplarla. Estuvo así horas, hasta que se aburrió. Entonces llegaron la fatiga, la enfermedad y la muerte.

    5) Se cansó de su obra, y pensaba deshacerse de ella, cuando pasó un hombre que la miró con codicia y a la noche fue a robarla. El otro, que lo esperaba con una hacha, lo mató. Vinieron los parientes de ambos y comenzó la guerra -que continúa-.

    6) Pasó otro hombre, se acercó a él e intercambiaron pareceres sobre lo creado. Desde entonces se juntan y trabajan. O reúnen sus obras y vienen vecinos, y hasta gentes de otras comarcas, para contemplarlas.






















Réquiem por la abuelita y el León de Francia
   
    Una abuelita pedalea y cose al compás de su máquina: tabapán, tabapán. Ftz ftz, corre la tela bajo la aguja, y pic pic, picotea la lluvia.
    De pronto, una voz que todo lo acalla: ¡Ha llegado el León de Francia! Sí, el León de Francia, todo de negro, hasta su caballo (¿negro, o eran blancas su larga cola y sus largas crines al viento?, ¡sí, era blanco, por eso resalta la figura negra del caballero).
    Entonces la abuela deja la costura. Son las seis de la tarde, la hora esperada de sentarse a tomar mate con su León de Francia: ¡qué figura, qué arrojo, qué romántico!
    Siente galopear su corazón, como el caballo blanco de su héroe que abandona la cabalgadura y trepa por el muro, camina por la cornisa y entra por la claraboya. Con su florete enfrenta a los conspiradores. Ahora trastabilla y casi cae, pero con ademán elegante ha puesto la rodilla en tierra y se levanta raudo, sonriente. Acomete de nuevo, a la izquierda, a la derecha, adelante y, ¡cuidado!, casi sucumbe a ese pase traicionero. Mas lo ha esquivado y rueda ágil, graciosamente, sin soltar el florete. Ya rescata  a su reina, ya se alejan con su corcel blanco (¿o era negro?). Y otra vez la voz irrumpe: ¿Qué nueva aventura le espera al León de Francia?, ¿qué asechanzas, qué pruebas para su valentía? Anticipamos una escena. Entonces se oye un grito desgarrador, un ¡ayyyyy!, de la reina. El León está lejos pero su caballo
blanco (¿o era manchado?), con ese sexto sentido que tienen los caballos, intuye lo que pasa y se levanta en dos patas, relincha, y ahora sí, ahora el León de Francia también oye el segundo grito de la reina y... Escuche mañana a  la misma hora el próximo capítulo, “Encrucijada”, del radioteatro de la tarde: “El León de Francia”.
    La mujer apaga la radio, se despereza y con un bostezo se despide de su fantasía. Lleva el mate a la cocina, recoge los terrones de azúcar que se le cayeron cuando la reina galopaba en el anca del manchado (sí, era manchado).
    Vuelve a ser la abuela (viuda y todavía joven pero la abuela) que se sienta a seguir cosiendo. Una abuelita que cose al compás de la máquina: tabapán, tabapán. Mientras ftz ftz, corre la tela bajo la aguja y pic pic, picotea la lluvia.
    De pronto oye que llaman a la puerta. ¿Quién a estas horas? Se trata de un chico, que le trae una carta. ¡Una carta de amor!, ¡una declaración de amor!. ¿De quién? El chico le señala en dirección a la esquina. Allí, a pocos metros, hay una sombra. Una sombra que espera una respuesta. Una sombra alta, arrogante sobre esa otra inquieta de su caballo. ¡Qué elegancia, qué figura, qué romántico!
    El corazón de la mujer se aloca  cuando ella responde afirmativamente con un movimiento de cabeza. La luna, también alocada de grande después de la tormenta, asiente con un reflejo filoso y cómplice en la sonrisa de la figura, del hombre que se acerca en su caballo.
    La mujer sonríe. Con la mano quiere acallar el galope frenético de su corazón. El caballo se acerca, el corazón se desboca. El hombre y el caballo están a un paso. El corazón se detiene...; ella quiere  decir algo  pero         sólo balbucea. El hombre le tiende la mano, la mujer vacila un instante pero enseguida se decide y alza la suya. Él la levanta en vilo y espolea el caballo. La mujer se acomoda en el anca y se abraza a su caballero.
    No, ni blanco ni manchado. El caballo era negro.
    Galopando hacia el horizonte, el León de Francia y su reina se pierden en la noche.

Después del rocío

    La noche se hamaca con la luna sobre la corriente y brilla en la hierba. De vez en cuando algo rebulle y coletea en el agua, y se aquieta de nuevo en el silencio.
    Ya no sopla el viento norte. No hay nubes y el aire se respira limpio después del rocío. Se acerca la madrugada.
    Mendoza baja con la soga en la mano. Tira atrayendo la canoa y la ata con varias vueltas. Carga al hombro el animal muerto, sosteniéndolo con un brazo, y se las arregla para llevar las crías en el otro. Emprende la marcha silbando entre dientes; cuando tiene su pie casi encima, un pájaro sale volando pesadamente.


   “No creí que yo volvería tan pronto. Tuve suerte y me desocupé antes de lo pensado. En seguida di con unas huellas. Calculé dónde apostarme, no fuera que el bicho me venteara. Elegí un árbol, subí, ensayé puntería y me escondí dispuesto a aguardar con paciencia. Apareció el carpincho. Olisqueó ladeando la cabeza. Ahí le tiré justito. No hizo falta más”.
    “Lástima que era una carpincha y estaba preñada. Son dos las crías y ya para nacer”, pensé. “Capaz que vivan, las llevaré a casa: Ana se va a poner contenta. Ahora, porque cuando tengamos hijos no podrá entretenerse con
sas cosas.”
    “Por eso pegué la vuelta. Y fue el principio de la desgracia.”


    Ana esperó que el agua de la pava hirviera. Echó la yerba en el jarro y, poniéndolo sobre el fuego, le fue volcando el agua encima. Los ojos seguían atentos la evolución de la espuma que se volvía blancuzca y fragante. La aprobación asomó en su gesto.
    Sirvió el mate cocido mientras su madre, la Gringa como le decían, desataba el pan que había llevado. La expresión de Ana cambió al comentarle:
   -Vos sabés que hoy vino el Oscar, con la excusa de pedir permiso para echar el caballo en el potrero. Haciéndose el sonso miró si estaba la canoa y comprobó que Mendoza no estaba. En eso llegó tía Luisa, él se quedó cortado y dijo “vengo más tarde”.
    -¡Otra vez ése! Vas a tener que contárselo a Mendoza, m’hija. Cualquier día te puede traer un disgusto.


    “Al principio creyeron que la había matado. La verdad es que yo estaba enceguecido y le apretaba el cuello al Oscar pero, en una de ésas, él pudo zafarse, me empujó y me fui al suelo. Golpié la cabeza contra la pared y se me nubló la vista. Mientras, Ana, en su arrebato por separarnos, tropezó y cayó sobre la cuchilla que él  había agarrado para contenerme. Yo perdí el conocimiento, y recién terminé de darme cuenta al despertar, en esta cama.”


    La Gringa se asomó a la madrugada -todavía noche- azul y fresca-. Se higienizó en la bomba. Entró  y  salió tomando unos mates.
    Caminó hacia el corral. Los pies se le empapaban de rocío y echaban a volar los mosquitos aletargados. Separó una vaca. “¡Mm vaca! ¡Mmm vaca! ¡Vamos, Dormilona!, ¡no seas pachorrienta!”.
    La ató. Se lavó las manos y le enjuagó las tetas y, sobándolas una a una, le arrimó el ternero para el apoyo: el animalito se prendió, golpeando a cada rato la ubre con la cabeza para que la leche bajara y protestó cuando ella lo apartó para ordeñarla.
    “No rezongués, angurriento.” La vaca se impacientó, “bueno Dormilona, no te pongás nerviosa, y me no escondás la leche, ¿eh?”. Después  de ordeñar lo que necesitaba, le soltó el hijo, que se apuró a mamar: “Tomá Pampita, tomá, la Gringa te reservó dos tetas repletas para vos, ¿viste?”
    El sol había subido dejando atrás las bandas rojas del alba. Los pájaros alborotaban entre el follaje y partían el cielo como flechas.


    “Después de ordeñar me fui a alcanzarle la leche. Iría a entrar  despacito  para no hacerle ruido, hoy que el marido  había salido  a cazar  y  Ana  podía  dormir  otro  rato. Sin embargo, de lejos divisé el carpincho cuereado y colgado: de seguro que Mendoza ya había pegado la vuelta. Le dejé el tarro con leche junto al alambrado y me vine. ¡Pensar que adentro mi hija estaba tibia todavía! ¡Yo, gritando entre las vacas mientras ellos me la mataban!”


    La oscuridad baja, al principio muda y con cautela, y va desatando sus sonidos en la tierra y en  el  agua.  La noche intenta entrar en la casa pero insólitas luces la mantienen alejada.
   Con la cara limpia y serena, Ana es una muñeca en su cajita negra. Lo distinto en ese como empecinamiento en apretar los ojos y los labios. La luz de los cirios se menea por los rostros y las flores aún lozanas. Las voces que no rezan ni lloran murmuran por los rincones:
    -¿No’cierto que está igualita? Como que en cualquier momento fuera a hablar?
    -Dicen que el Oscar anda huido, nadie lo encuentra.
    -¿Y Mendoza?
    -¡Sabe como ha quedado con esto!
    -¡Fatalidad la del hombre! ¡Ahora que andaba más contento que con caballo nuevo!
    -También…, casarse con Anita. ¡Quince años son mucha diferencia de edad!
    -¡Para mí, la culpable es la madre de la chica! Que Mendoza les diera sitio cuando la creciente, bueno; pero que después se quedadan...
    -¡Ay, no hablés así! ¿Cómo irse con los estragos que el agua había ocasionado en su casa? ¡Y necesitaban trabajar!, que mejor que lo ayudaran a él. Enamorarse fue cosa del destino.
    -Hum…, a la Gringa le vino bien que Ana se sacara al Oscar de la cabeza. ¿Adónde podía llegar con él?
-Y, sí, un poco haragán…. El día de mañana, ¿con qué iba a parar la olla?, siempre anda en la luna.
-Chéee, no exagerés. Será lento, soñador, pero es un buen pibe.
-¡Cht!, no le rinde el tiempo para nada, ¿acaso la abuela no quiere mandarlo de vuelta a la ciudad, con la madre?
- ¿Y, usted, qué dice, compadre?
    -Mendoza no es viejo, ¡si tiene una vitalidad…! La muchacha le devolvió las ganas de vivir que perdió con su viudez, y ella se ve que le tenía cariño.
   

    Una silueta se recorta en la claridad de la luna. Se encamina hacia la canoa, la desata y sale. Con la firmeza y la calma de la pala, enfila en diagonal hacia las islas de enfrente. Endereza paralela a la costa y se pierde de a ratos en la sombra de los enredos.
    Salta de la embarcación sin preocuparse por sujetarla. Camina de aquí para allá hasta elegir un árbol. Se sube y tantea rama tras rama hasta dar con la más fuerte. Toma el rollo de soga de su cintura y , dejando asegurado uno de los extremos alrededor de la cabeza, prepara los nudos. Tira y prueba varias veces hasta quedar conforme.
    “Vos sabés que solamente fui a despedirme, que me iba porque no aguantaba más verte casada con él. Que sólo quise darte un beso. Un beso nada más. Pero en seguida estoy con vos. Allá voy, Anita”, dice Oscar para sus adentros y se deja caer.
    Ha empezado a correr el viento. La luz de la luna, que anida en la maraña, se abre paso por la copa y llega hasta el cuerpo que aún oscila. La canoa se mueve. Despacio, como jugando, gira hacia un lado, hacia el otro, y comienza a derivar.











¿Equilibrio?



    Entre penumbras abrigadas, fermenta y se transforma la hojarasca. Un trecho de la costa cede a la voracidad del agua.
    En su mundo de silencio, las raíces se nutren y el vegetal se expande afuera, inhala y suspira. El sol refulge con múltiples aristas. Hay abejas libando.
    Cerca un novillo afiebrado tiembla y, ya dispuesto a morir, desprecia el pasto.
    Un niño corre con su risa; salta, rueda, se levanta y encarama a un árbol. Lo tienta ya el volumen, ya la sazón de un fruto. Muerde la tierna pulpa. Un vaivén de músculos y dientes tritura, prepara, acomoda el alimento. Ha iniciado el antiguo y sabio rito.
    La mujer enciende el fuego; crujen las chispas, rutilan y se desvanecen. Mientras ella adereza la carne y canturrea, el perro espera.
    El hombre desentumece las piernas y decide el regreso. Ha cobrado cinco piezas, ¿para qué más? Se complace: va al encuentro del hijo, su mujer y la comida.
    El niño se cae del árbol. Una inmovilidad de piedra se prende a sus ojos, al pecho, a las manos.


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    Allá en lo alto, entre los dioses, uno ha elegido al niño. Otros, a un viejo, a un hombre que agoniza, a una madre que alumbra; a aquel hombre que duerme y al otro que se está bañando. Algunos, animadamente, los echan a suertes.
    ¿Iniciarán también los dioses el antiguo y sabio rito?






























Pensalo, Justo, pensalo



    Apoyado en el mostrador, Domingo Matienzo bebe ginebra perdido en sus cavilaciones. De a ratos, parece salir de su ensimismamiento y observa a los parroquianos que juegan al truco, sin que le causen gracia sus chanzas. Un ramalazo de preocupación le estrecha la frente y, con cada trago, se infunde coraje para su propósito.
    Doña Blanca, la bolichera, atiende los pedidos con diligencia. Llena un vaso de vino para Justo Ayala y lo apoya un momento sobre el mostrador. Despacha cigarrillos y busca cambio. Se dirige hacia el otro extremo donde alguien la reclama. Matienzo aprovecha para acercarse con disimulo y echar el veneno, que llevaba escondido, en el vaso de Justo. La mujer vuelve al rincón de las bebidas, recoge el vaso de vino y lo lleva hasta la mesa  que Ayala comparte con otros jugadores.



     -No se aflija, compadre: “Los primeros maices son pa’ los loros”.
    -Y, con carta es fácil. ¡Otro vino, Doña Blanca!
    -Mmm, viene bien la orejeada... ¡Uy!, ¡se me cortó! ¡Qué picardía! Y no puedo hacerle señas porque me están mirando. Allá voy entonces.
   




    -¿Cómo andamos para la mentira?
    -Yo algo tengo, ¿cuántos puntos le gustan?
    -Veintinueve por lo menos.
    -No, para tanto no me alcanza. ¡Ah, que está bueno el tinto!
   -Un poco fuerte. Yo le canto: ¡envido!
   -A usted le hablan compañero.
    -No: no ha venido.
   -¡Salú! ¡Ajjj que está picante, carajo! Y, ¡truco!, qué tanto.
    -¡Quiero retruco!
    -¡Ay Dios! ¡Tengo un fuego en el estómago! ¡Ay ay ay!, ¡no puedo más! ¡Ayyy!



    En el hospital, Justo Ayala delira. Ve un bulto que se le va encima. Quiere atajarse, le son pocas las fuerzas. Afloja los brazos y cae en la cuenta de que se trata de un pájaro, de pico negro y lustroso, como un búho enorme. Pero en lugar de plumas tiene pelo: un pelaje grisáceo y brillante. Y sus ojos, de mirada hipnótica, son color de miel  -como los de Rita, su mujer.
    El pico se acerca a la garganta. Justo casi se resigna al sacrificio, mas no siente nada, el animal lo tiene paralizado, anestesiado, y se abre paso ahora por entre la carne. Lo hace con la misma delicadeza y prolijidad que las manos del hombre cuando escarban la tierra para extraer los bulbos. De a ratos, el ave se detiene, lo mira a los ojos y vuelve a su tarea.
   



    De pronto Justo siente que le arrancan algo desde lo más profundo y quiere gritar con toda su garganta. No le sale la voz, apenas un quejido.



   -¿Es usted la madre? Mire, lo vamos a tener en observación. En estos casos sólo resta esperar. Ya hemos hecho lo que estaba a nuestro alcance.



    -¡Por fin, hijo!, por fin abrís los ojos. Pero no hablés, el dotor dijo que no debés agitarte. Si necesitás algo me apretás la mano, ¿eh?



    Justo Ayala recuerda: la proximidad de Rita siempre lo cohibía. Le había costado mucho declarársele. Cuando empezaron a verse, él se escondía para espiarla llegar con ese andar blando y sensual que ella acentuaba al descubrirlo entre los espinillos. Y al tenerla cerca le entraba una timidez, una cosa como de iglesia que lo dejaba callado y tieso, mientras ella se reía.
    Después, cuando se animó a tocarla, le encantaba sentir su olor, esa fragancia de pan recién horneado, que ascendía de lo recóndito hasta su escote y que tanto lo perturbaba.
    Ya marido y mujer, Rita no  podía  disimular el  deseo  en sus ademanes, en la sonrisa prometedora, en el calor





de los labios. Sin poder concentrarse en su quehacer, lo miraba por el rabillo del ojo, pero nunca iniciaba el acercamiento porque le daba vergüenza, o porque de esa manera se lo habían inculcado.
    Verla así, a Justo le encendía una fuerza, una llamarada que los unía en un solo ahogo, jadeo, suspiro. Y el pecho del hombre sentía los de ella que se endurecían excitados. Luego, sus cuerpos quedaban flojos como tierra preparada para la siembra.
    En el juego y en el goce, se comportaban con el mismo fragor e inocencia que dos animales nuevos. Todavía le hace gracia a Justo recordar aquel episodio en medio de una fiesta: la ansiedad creció mientras bailaban y, sin poder contenerse, escaparon a confundir sus cuerpos en la gramilla que sintieron. Como sintieron ardientes la mirada de las luciérnagas y las estrellas. Y el campo todo fue un aliento tibio que les cantaba. No se dieron cuenta de los mosquitos, de la mojadura del rocío ni de la huella del suelo en la espalda de Rita, que los obligó a ir a cambiar sus ropas para volver a la fiesta.
    Eran momentos plenos. Rita se iluminaba. El sentía perfecta la vida, y muy lejos su preocupación por esa tierra que hoy no les aseguraba el sustento.
    Justo le había rogado al suelo, a la semilla, a las lluvias. ¡Ese año esperaba tanto de su siembra! Y así fue, se obtuvieron cosechas abundantes, demasiado abundantes porque bajó el precio y no valió la pena levantarlas siquiera. El tuvo que dejar su campo y ponerse a trabajar en otras cosas.
    Menos mal que tenía a Rita. Rita era lo mejor de su





vida, lo que más quería. Aunque de un tiempo a esta parte la notaba esquiva. Las pocas veces que le alcanzaba unos mates no hablaba casi. Siempre tenía algo que hacer. Y no esperaba su regreso con la alegría de antes.
    Entre ellos se había corporizado una distancia infranqueable. En la cama ella no le respondía, trataba de no acercarse, de no provocarlo, de acostarse cuando él
dormía. ¿Sería algo pasajero? La naturaleza misma tiene sus ciclos, se decía Justo: después de un año abundante sigue uno más escaso, a la época de humedad una de sequía. Pasado el entusiasmo de los primeros tiempos, su mujer estaría un poco aburrida. ¿O sería la falta de hijos? Aunque últimamente ni de eso hablaban.
    El había llegado a celarla hasta de su propio amigo Domingo, de las pocas palabras que cruzaba con Rita. ¡Tan luego de Domingo!, cuando a Justo le había costado vencer la resistencia de su mujer para darle entrada en su casa.


   -Ahora que te salvaste de ésta andáte lejos, m’hijo, empezá de nuevo en otro lado.
    -No sé. No sé, madre.
    -¡Vos serías capaz de perdonarla! Pensalo, Justo, pensalo.
   -Ya lo he pensado.
   -Vos nunca escuchaste mis advertencias. ¡Te costó caro! De todos modos, ¡esa mujer aquí no pisa!, ¿me entendés? Aunque a Rita no se le haya  comprobado  nada





y Domingo Matienzo se pudra en la cárcel, no quiero saber nada de ella. Mientras yo viva no la traigas, por favor. Jurá que no, ¡Jurámelo!




    Justo Ayala duerme. El ave se acerca y lo mira. Justo la tiene al alcance de la mano, acaricia su seda tibia. Ella lo deja hacer, sumisa; él no le teme, lo conmueve la mansedumbre de miel de sus ojos. Inesperadamente alza vuelo y él se desespera por alcanzarla, pero cae al vacío. Justo, sobresaltado, da un respingo y se despierta. Al abrir los ojos ve a su mujer, que duerme al lado. Rita suspira en sueños y se da vuelta. El hombre goza un momento más de su cercanía, y se levanta.



















Noche de alumbramientos



    Una canoa se desliza sobre una espesa cinta de agua y por la noche sin luna. Interrumpe apenas la pala, hipotenusa en vaivén que emerge y gorgoritea.
    Anda un silencio de voces  entre presencias escondidas. La isla transcurre cadenciosa. El hombre es mástil y vela de su embarcación.
    Lejos ladra desganado un perro, ahora unos cuantos, arrecia la bullanguería. ¿Alertan?, ¿disputa el hambre o porfía el sexo?
    El cielo es una maraña de lumbres y guiños que la corriente del río refleja y desparrama.
    En un recodo, blanquecinos bultos sobresalen entre los matorrales. Son cabras de mirada soñolienta. Hombre y cabras se contemplan. Sobrevuelan los gritos del chajá.
    Fragancias silvestres suceden a la emanación del estiércol. Los insectos chillan entre las sombras, y suena como un engranaje el canto de los sapos y las ranas.
    Cerca, un gallo lanza su canto. Otros replican y reafirman sus liderazgos, como eslabones de un eco que repite su letrilla noche a noche.
    Lleva camisa de mangas largas el hombre, gorro y atrás, cruzada en la cintura, la cuchilla. Ha caído el rocío, y cada envión de la pala acentúa la ráfaga de olores a primavera madura.
    Lo acompaña la cantilena del crespín o el chistido de una lechuza. De a ratos abandona el empuje, levanta la



botella y echa un trago. Chasquea la lengua y ahhh..., suspira.
    Viene tranquilo. Relajada la expresión, suelto en las maniobras. Tiene el gesto del regreso. Ha cumplido con su oficio de cazador. Ha ganado su pan del día.
    De repente, un dorado brinca por el aire y cae golpeando dentro de la canoa. Rebota una y otra vez con estruendo. El hombre trastabilla. Recobra el equilibrio. Se agacha y quiere atrapar la presa que no se resigna, que pelea y tienta volver al agua con violento zarandeo. La puja resuena hasta que el pez rebasa el borde, vuelve a zambullirse y desaparece. En la enramada un ocó sale volando asustado.
    La canoa prosigue la marcha. En el suelo, junto a la escopeta resalta una linterna. Adelante, la presa del cazador yace libre de entrañas; el pelo limpio, ni una gota de sangre, un pulcro orificio en la frente y brazos y muslos abiertos. Sus ojos son estanques ciegos para la luna recién nacida. La noche desciende hasta la hendidura de su vientre.
    Más allá, las crías acurrucan su orfandad. Un acto violento y ajeno ha interrumpido la gestación y los ha dado a luz.














Adónde vas don Diego entre el sueño y la vigilia

“La verdadera historia, la única,
                                           es la que contamos nosotros”.
Diego Oxley

    Don Diego se levanta y ve la sangre.
    Nadie se animaba a pasar de noche por el lugar. Porque el turco sale a mostrar sus heridas, decían. Don Diego era ajeno a esas cosas, aunque le dolían las sujeciones de la gente a creencias y supersticiones. El era libre como el río, que no se sujeta a otros designos que los propios. Por eso don Diego había elegido la libertad del monte, y desechado la vida urbana de su Rosario natal.
    Primero había sido la humedad tibia empapando sus ropas con cierta dulcedumbre, semejante a la lenta irrupción del sudor en las faenas. Pero esto era distinto.
    A mí no me vengan con supercherías. Este es el mejor lugar para tender mi colchón. Y lo colocó sobre el billar. Porque la escuela, su escuela de San Bernardo allá en el norte, era una construcción de cincuenta metros de largo, con un sector que hasta entonces había servido como boliche -despacho de bebidas y mercancías, y lugar de encuentro para el juego-. Bueno, no precisamente hasta entonces por lo del turco.
    La construcción tenía ocho, nueve cuartos, pero lo que le gustaba a don Diego era el rincón del billar, el más acogedor según el fresco o calidez de la hora. Ese





lugar está maldito, maestro. ¡Cómo se anima el hombre!, ahí justito fue donde mataron al turco.
    A mí no me vengan con ésas. ¡Parece mentira! Hombres grandes que afrontan los peligros del campo. Y que vengan con ésas.
    Después, sí, la sangre fue deslizándose hacia abajo. Un hilo, cien hilillos le fueron bajando hacia las piernas. Como los hilillos de la creciente, que van tejiendo sus telarañas sobre la superficie y luego brotan aquí y allá con alguna burbuja (la tierra se va entregando como mujer ahogada que primero lucha y después sucumbe al abrazo fluvial).
    No, si yo sabía con lo que me iba a encontrar. Personas grandes, caramba. Ya les probaré yo.
    Hasta aquella noche había dormido como un santo, como de costumbre. Porque don Diego respetaba su necesidad de perderse en el sueño, de ir al encuentro de quién sabe qué magma, qué esencia. El encuentro con la otra cara de la vida que en los sueños irrumpe incomprensible y enceguecedora. La otra vida de las noches y las siestas. Ah eso sí, porque sus siestas eran sagradas; aunque el sueño a esa hora fuese diferente, como si un alerta le impidiera entregarse demasiado.
    La tentación del sueño se convierte en peligrosa cuando disfraza esa otra de ausencia que es la depresión -si amaga, yo no le doy el gusto-, la falta de alegría de estar vivo y atento a la lucha, porque todo hay que ganárselo, en el amor incluso. Eso le había faltado quizá al turco, para pelear con uñas y dientes, o para huir, salvar el pellejo al menos.
Y bueno, así fueron las cosas. Se acostó. Se dormiría al rato. No era cuestión de dormirse tan pronto. A uno le gustan los paisajes interiores, tan profundos como una noche límpida en la isla. Ay cómo extrañaba la isla y sus sombras fantásticas. El vacuno, el yeguarizo -al sol, simple vaca y caballo- en la calma estrellada del riacho son majestuosos.
    La pucha, pobre gente, joderse con supercherías. Lo que es aquí, ¡exagerados!, del hombre sin cabeza dicen los muchachitos que la lleva en la mano, y para más con la lengua afuera. La de porquerías que les enseñan de chiquitos. Sólo a mí se me puede ocurrir disuadirlos de tamañas invenciones. Gurises del alma, carajo. Alma no es lo que me falta para haber largado todo y venirme. Decía mamá: dejar la oficina cómoda y el cómodo sueldo de la municipalidad por el monte. ¡Saliste maestro de alma y andariego como tu padre!
    Don Diego había llevado el colchón, lo había sacudido, no vaya que hubiera vinchucas, y se había acostado. Afuera, algún gallo, alguno que otro perro. Y por ahí cerca, grillos. Ese es el silencio campesino. No hay motores, no hay bocinas: ni voces ni pasos resonando en el asfalto. Sólo la noche extendida, murciélago de alas anchas sobre el campo, sobre los árboles, sobre el caserío desperdigado de San Bernardo. ¿Por qué ese nombre de San Bernardo?, tendrá que enterarse. Ahora, bien puesto el nombre del santo, patrono de los perdidos, porque extraviado de veras en el planeta este pueblo olvidado de la mano de Dios.
    Olvidado de la mano de dios, lo previnieron. Bueno,
no era para tanto ... ¿Y ese grito?, una lechuza. Era hora de que se dejara oír, bicho simpático.
    Raro que don Diego se haya dado vuelta por quinta vez en la cama y no concilie el sueño, raro en él. Será por la pesadez de la noche. ¿La del turco sería una noche como ésta? ¿Qué habrá ocurrido, realmente? Porque aquí, a exagerados no le gana nadie: Y ahí nomás lo cosieron a cuchilladas los cuñados, le contaron a don Diego. Casi cuñados, porque...  con la chica no llegó a casarse.
    La novia, tan jovencita, va a parecer una nena vestida de comunión, chimenteaban las vecinas. Y qué me dicen de los padres, ¡lo que es la conveniencia!, porque el turco Abdel otra cosa que plata no tiene. Y es bonachón el hombre, pero para una chica eso no basta. Qué mala idea la del turco, venir a poner su boliche en el pueblo.
    ¡Bonachón!, miren de lo que había sido capaz el bonachón. Parece mentira, ¡degenerado! Una noche fue a espiar a la novia por la ventana y, arrebatado por el deseo, perdió sus cabales y se abalanzó sobre la corderita en camisón que no tuvo fuerzas para defenderse. Sólo, sí, para el grito, cuando llegó su hermanita que había dejado el dormitorio de los más chicos y fue a pedirle a Catalina que terminara de contarle su cuento de la tarde.
    Qué escena a sus ojos. Qué alboroto, qué corridas entre candelas, tropiezos, y aquella voz de Catalina hiriendo las paredes de su cuarto, el de las últimas noches de niña porque el turco, una semana más y la convertiría en su mujer. A ella, tan frágil con su piel transparente y azulina, con sus ojos de orillas rubias.
Una frase  estalló  en los oídos de la familia. Y los  hombres partieron enseguida la noche con el destello de sus fusiles o de sus cuchillos. ¡Fue el turco!, desgarró Catalina la calma oscura con su garganta. ¡Fue el turco!, gimió el pasto bajo los pasos apresurados, y se alborotó el corral. ¡Fue el turco! se estremecieron las copas de la alameda. ¡Fue el turco! ¡fue el turco!, resonaron los cascos, y los pasos de los hermanos de Catalina que corrían hacia el corazón del caserío, sordos a las voces que indicaban al turco huyendo al galope en el caballo. El lobuno disimulado tras las tacuaras de la casa de los Forkel, de la ventana de Catalina Forkel, la chiquilina más linda del pueblo.
Y allá lo encontraron al canalla, porque no fue suyo el galope al monte como aseguraba la peonada, ni el rastro que denunciaría la mañana. Pero suyos, sí, los ojos espantados -¡vicioso!-, como espantada también la boca que negaba. No, mi Catalina no, no es cierto, mientras trataba de atajarse con alma y vida -¡Catalina!, ángel mío, no es cierto-, esa vida que ya empezaba a escapársele con la sangre que brotaba aquí y allá en su camisa de dormir -había alcanzado a ponérsela el muy ladino, y a acostarse rapidito para hacerse el dormido-. Camisa de dormir, qué rara costumbre, si parecía un monaguillo el desgraciado-. ¡Cometen un espantoso error!, alcanzó a balbucir con la sangre que le borboteaba ahogándolo. ¡Yo no fui...!, es lo último que dijo, mientras su cuerpo acusaba la venganza en los cuchillos de los hermanos que caían inmisericordes, y enrojecidos de furia, de sangre.
El único deudo vino a hacerse cargo del cuerpo, y se indignó: no lo creo de Abdel. Era incapaz de semejante barbaridad, ¡qué absurdo! Y lo de ustedes, una injusticia tremenda, una infamia que pagarán. Mi pobre ahijado, qué te han hecho Abdel, se dolía mientras le limpiaba la sangre. Qué le pasó a mi chuchumeco, dirá tu madre desde el cielo. ¡ Malditos! Juro que la van a pagar. ¡Por ésta! -y se besó los dedos que hacían una cruz sobre sus labio-.
    Y así fue como el alma en pena de Abdel decidió salir por las noches a mostrar las heridas. Por la injusticia de su muerte -según su deudo-. Porque el alma no descansaría hasta que apareciera el culpable o alguien, al menos, que creyera en su inocencia, uno a quien trasladar su pena. Hasta entonces el ánima andaría rondando, fue la explicación -o maldición- de aquel pariente -¿santón, brujo, curandero?-.
Porque sólo Roberta, la menor de las hermanas Forkel, Roberta, con la gata en brazos, pudo ver a Catalina atajando con su cuerpo la figura que escapaba. A Catalina cuando, transfigurada la expresión -mezcla de histeria y de arrebol satisfecho-, se desgarraba con las propias uñas los muslos de venas azules, los pechos y el vientre aún caliente y trémulo por el empuje y la caricia inexperta pero firme y viril de su primo Eugenio, el del vello de oro, de oro casi como el suyo. Eugenio, ya grande, ya adulto después del viaje a la ciudad, donde fue a estudiar y a hacerse hombre, como decía el padre de Catalina al recibirlo entre la perrada bullanguera: un hombre, todo un hombre, Eugenito.
Sí señor, al que pasa el turco sale a mostrarle las heridas. Hágame caso don Diego, no se quede aquí por las noches. A pesar de su ciencia, usted no sabe de estas cosas. Andese con cuidado. No vaya que en una de ésas
el ánima se salga con la suya y nos quedemos sin maestro, tan pronto y después de tanta espera.
    Pucha qué de habladurías y aspavientos. Venirme con semejantes fabulaciones -los músculos de don Diego se iban relajando-. Qué va a hacerle, si el turco andaba calentito con la chica, que se atuviera a las consecuencias -el sueño iba acercándose poco a poco-. Pero qué alevosos -pestañeó lento-. ¿Y si no hubiera sido el turco? -los párpados se pegaron un instante, y fue allí cuando don Diego no pudo precisar si era siesta o noche, tal fue su confusión y la luz que lo enceguecía-.
Quien vio por última vez al ánima, entre la fosforescencia de los rayos, dice que ya no gesticulaba dolorida y vacilante. Que iba con paso firme, desafiando el ventarrón que desbarataba las copas de los álamos. Que hubo un relámpago a secas, sin el retumbo del trueno, y sin que se nublara la luna. Sin lluvia tampoco. Y que rodó una luz enloquecida hacia el pabellón de la escuela.
Más tarde se oyó una explosión. Mil puños golpearon el cráneo del cielo. La atmósfera fue una descomunal calavera que se encendía por sus orificios. Así lo sintió Diego en su billar cuando se abrió el techo y voló como papel, y él se vio solito su alma perdido entre los fuegos.
La luz permaneció un momento, entonces don Diegoconstató la humedad que antes había sentido avanzando por su ropa. Y cuando él se incorporó, pudo ver la sangre primero en los hilillos y después chorreando roja y tibia hacia sus piernas.
























Letargo de neblina



    El río entreabre sus pliegues y da a luz una silueta neblinosa que se eleva como bocanada de humo. Carcajadas de gallinetas se dejan oír, a escondidas. Una espesura se islas compacta el paisaje.
    ¡Qué tiempo para calar una malla! No imaginó que desmejoraría de esa manera.
    La lancha avanza sin prisa. El motor carraspea su continuo trac-trac. La lancha avanza y la costa retrocede.
    El agua se desliza dulcemente por el borde de la tierra. Viene lamiendo cada intersticio. De a ratos algo la entretiene. Curiosa rodea raíces, tallos y hojas. Doblega algunos penachos que por fin, tenaces, vuelven a la superficie.
    De pronto, esa calle de agua a contramano es hendida por el casco. Tarde, se rebela. Ha sido batida brutalmente por  la hélice y se desquita con la mansa ribera. Golpea furiosa, desmembra y socava. Sosiega su ira y retoma el flujo anterior.
    La corriente es lo único en movimiento. Alguno que otro canutillo cede lento a su paso. Hasta los nómades camalotes están inmóviles. Los árboles, quietos y espectrales. Las enredaderas, más pesadas. Los pájaros, ausentes. Una vaca enjuta rumia y observa desde la orilla.
    El cielo se derrama sobre la plomiza superficie, ella





levanta su aliento y se confunden los dos en un abrazo de vaho impenetrable para la vista, a más allá de treinta metros de distancia.
    El cielo, gris; el agua, gris. Gris el aire. Gris la calma. Los contornos, devorados por la bruma, se van esfumando. La mirada pierde alcance. Aumenta la neblina. Nada antes del hombre y su lancha. Nada después.
    El domina ese trayecto. Si no fuera así terminaría por extraviarse en los laberínticos Caracoles. Allá se divisa el ceibo derribado. ¡Al fin! Tomará por las Tres Bocas. Media hora más de marcha, media para calar, tres cuarto para matear... En dos horas estará de vuelta.
    ¿Y si la cerrazón lo confundiera? Demoraría hasta la noche en dejar los Caracoles. En la oscuridad nadie sale de allí. Tendrían que ir a buscarlo. Y en una de ésas... quién sabe. Son muchas las supersticiones sobre el lugar. El Mencho volvió desequilibrado. Un baquiano fue atacado por un enjambre de abejas y lo encontraron tres días más tarde abrazado a un tronco. Y al pobre Miño lo picó una yarará, su cuerpo salió a la superficie del río después de una semana. La casualidad o el fatalismo incidieron en la fama del paraje.
    Garzas blancas y gráciles, que posan como estatuas, levantan vuelo despaciosamente.
    Ni patos siririés ni crestones, ni silbadores ni franciscanitos. Sobrevuela una bandada de biguases. No los inquieta su presencia.
    La inmensidad gris, insondable y asfixiante, lo va cercando.
   




    Dónde están las cabras. Dónde los sauces enlazados. Dónde el puesto.
    La humedad espesa el aire. Los sonidos, cada vez más graves, se van acallando hasta apagarse por completo. Ningún olor se advierte. Y los colores han desaparecido, como tragados por una boca silenciosa e invisible. La embarcación parece suspendida en el tiempo y en el espacio. La visibilidad es prácticamente nula. Todo quieto, adormilado: desteñida fotografía en blanco y negro.
    Adormilado... , adormidera. ¿Qué brindará el opio? Insensibilidad, anestesia. Un ser sin hacer. No sufrir ni gozar: la nada. Así se ha imaginado el limbo. Gris. Ni bueno ni malo.
    Qué pasa. A tal punto ha divagado que prestó menos atención al río que a sus pensamientos. ¿Desorientado? Bueno, no es para tanto. Distraído, o confundido nada más. Si llegara a extraviarse, él no cejaría en la lucha hasta reencontrar el rumbo.
    Luchar, luchar para subsistir, a diario, a cada rato. Por qué tanta lucha. Si no se lucha se sucumbe. Y de eso ni hay que hablar. Se debe seguir adelante. No es cosa de amedrementarse.
    Pero qué dulce sería dejarse estar, aunque fuera un instante. Abandonarse. Como en el regazo materno.
    No hay horizonte. Atrás, adelante, todo igual. El es un gusano de seda. Una redonda perspectiva lo acompaña. No hay límites. O por cercanos resultan imperceptibles.
    Perderse en los Caracoles...
   



    La niebla es un hada buena que va y que viene y lo invita, irresistible, a internarse en su mundo mágico.
    La atmósfera se torna densa. La piel, transpirada y untuosa. El hombre siente dificultad para respirar. Alrededor, la nada. Tiene miedo de ser también él devorado.
    Experimenta un malestar en la nuca. Como si alguien lo estuviera mirando. Se da vuelta y ella está ahí: blanca, tenue e inmensa.
    Ella comprende su cansancio. Se acerca y le ofrece la dulzura del regazo materno, la calma del limbo y la anestesia del opio, el placentero descanso después de la lucha.
    Lo envuelve en su manto y se lo lleva como a un niño.






















La trampa de la Luna



    Una luna roja y llena tiritaba entre las ramas de un sauce. Y al pie del sauce, con la garganta abierta y la O del espanto en los ojos, agonizaba Petra, la cabra del herrero.
   -Voy a salir a la calle -se dijo el herrero-, sólo cuando haya dado término a estos hechos. Y después, tendré que preparar mi equipaje. Ahora voy a armar las trampas.
    -Puede contar conmigo -sonó la memoria afectuosa del loro.
    -Veremos -le contestó el herrero.
    Oyó fuera regresar a los comediantes festejando el éxito de su representación de los viernes.
    Arrastró el cuerpo de Petra hasta el establo y se puso a trabajar con los hierros.
    “Se fuerza la máquina...”, cantó la radio con la voz de Silvina Garré. Y el loro, también él desvelado, repitió:
    -Puede contar conmigo  -y otra vez el herrero:
   -Veremos, veremos. Debo terminar con esto antes de que salga el sol  -y se apuró hacia el gallinero.
    Retorció el cogote de Jonás, el gallo viejo, y roció con su sangre el trayecto desde el lugar donde había encontrado a Petra hasta el establo. Escondió el cuerpo de la cabra, y empapó con el resto de la sangre al cordero que dormía junto a su madre.
    Se afanó con los hierros y esperó.


    Al día siguiente una canoa  se alejaba por el  río, con  el herrero, el loro en una jaula y un envoltorio por equipaje.
    -Ahora Petra puede descansar en paz -dijo el hombre-. Sólo nosotros sabemos la verdad de lo ocurrido.
    -Puede contar conmigo  -cantó el loro, como le habían enseñado desde chico.


    Esa mañana, el cura había desaparecido del pueblo. Y en el establo abandonado del herrero, encontraron un perro negro de grandes dimensiones, aprisionado entre los hierros de una trampa para zorros. Un hilillo de sangre le corría desde la empuñadura de un cuchillo, que tenía clavado a la altura del corazón.


    -Vos y yo conocemos la verdad  -dijo el herrero al loro-. Sólo yo supe el secreto de ese cura desconocido, cuando llegó al pueblo aquella anciana buscando el rastro de su hijo -el séptimo-.


    Mientras, el perro -mejor dicho el lobo- exhalaba su último suspiro.